El exabrupto soez del Ministro Fernández
Huidobro da cuenta de una modalidad de comunicación que el hoy Presidente
Mujica comenzó a instalar desde sus primeras apariciones públicas. Ese estilo
no es sino un discurso que acompaña un propósito general de igualación hacia
abajo, lo que termina degradando la vida de toda la sociedad.
Decía
Octavio Paz que toda degradación empieza en la palabra. No hablaba solo el
poeta sino el hombre sabio.
Cuando
una pareja se encarniza en la discusión y el adjetivo se devuelve como agravio,
más aún que la palabra, se agrieta el vínculo. Si miramos hacia las
instituciones, una construcción abstracta que necesita de la encarnadura de los
hombres para representar su significado, la palabra y el gesto son lo primero.
El
Ministro de Defensa Nacional nos mueve a esta reflexión. Cuando agravia a los
médicos, al barrer, o cuando se lanza contra los partidos tradicionales con
insultos soeces que él llama “metáforas”, devalúa su investidura y las
instituciones. Si fuera un desliz circunstancial no nos preocuparía. La
cuestión es que configura un estilo, sin límites a la vista. Baste recordar su
célebre frase de que nuestra cultura occidental “está basada en lo que decía
Jesús, ese flaco que lo crucificaron por gil y que se pasó predicando el
perdón”.
Este modo de asumir el rol institucional por
cierto que no es aislado en los tiempos que corren en nuestro país. Nuestro
Presidente, que cuando quiere cuidar sus dichos lo hace con propiedad, lo
instauró desde su irrupción en la vida pública. Insultó a periodistas e
interlocutores varios, usó palabras lunfardas y agravios soeces; a veces se
encubrió en la gracia con astucia y así se instaló en la simpatía de mucha
gente. Consagró como valor la desprolijidad y el mal decir, hizo de la palabra
una herramienta publicitaria y si su modo de vida, producto de su historia, es
en él auténtico y respetable, su exhibición demagógica es rebajar la
institución que representa.
Naturalmente, a quien —culturalmente hablando—
mire desde abajo, puede resultarle una aproximación, cuando es la renuncia a
mirar hacia arriba, a que quien no posee una educación promedio sienta que está
mejor ubicado que aquel otro que se esfuerza por superarse.
Es obvio
que no es saludable contestar el agravio con el agravio. Pero observamos con
pesar que este último episodio y en general este estilo, no provoca la reacción
que debiera. Hay como una anestesia social, en que no se advierte el dolor de
la caída.
Por
cierto, no faltan quienes acusen de acartonamiento o antigualla a quienes
pensamos que las instituciones democráticas precisan decoro y ejemplaridad.
Nuestro país nunca fue aplaudidor de falsos oropeles y, salvo algún dictador
del siglo XIX, nadie se salió en él de la sobriedad republicana. Nuestros
Presidentes nunca tuvieron a su disposición avión presidencial, como es
habitual en Estados tan modestos como el nuestro, y si antes vivían en una
residencia oficial fue porque cuando la democracia se profundizó, quienes
llegaban a esa dignidad no poseían viviendas adecuadas para los usos de
representación del Estado. Esa residencia de la avenida Suárez ni siquiera se
compró al efecto; en la época de Luis Batlle, el primer Presidente en vivir
allí, apenas albergaba un servicio técnico de la Armada al que se le cambió la
sede.
Nunca
hubo lujo ni excesivo protocolo en nuestros hábitos oficiales. Nadie presumió
nunca de nada que no fuera su trabajo o el talento que pudiera poseer. Aun
aquellos de más modesto origen, como Tomás Berreta, quien miró hacia arriba y
hasta hoy es un ejemplo del mejor Uruguay, el de los hijos de la inmigración
que se superan a fuerza de tesón, ética y capacidad.
Nos
preocupa que toda esta exhibición de ordinariez no merezca crítica. Hay
demasiada gente que se deja insultar gratuitamente. Y mucha otra que no
reacciona ante esa tendencia a rebajar el nivel de todo. ¿Cómo hace una maestra
para enseñar a sus alumnos que hablar bien y vestir con decoro y limpieza la
túnica o el uniforme son valores sociales muy importantes, que harán de ellos
mejores ciudadanos? ¿Cómo hace si la dejadez y la exhibición del abandono se
proponen como ejemplo? Que el primer mandatario vaya a comprar una tapa de
inodoro es normal; que lo haga con la televisión detrás, no. Y esto sale luego
en el mundo entero —soy testigo— como expresión de una tergiversada actitud
igualitaria.
Los
uruguayos, cuando crecimos como país, queríamos igualarnos hacia arriba. No en
el dinero, simplemente. En la formación, en la educación, en el trabajo, en la
calidad de lo que hacíamos. Igualdad, toda la posible, entonces... pero para
que el discípulo se asemeje al profesor y no éste a su peor alumno. Por esa
otra vía, de a poquito, todo va cayendo. Por eso se puede agraviar a los jueces
y a los médicos, despreciar plebiscitos ciudadanos e ignorar las leyes. Como
dice el tango, “todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran
profesor”, “igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha
mezclado la vida y herida por un sable sin remache, ves llorar la Biblia junto
a un calefón”...
Fuente: El Correo de los Viernes
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