Más de 600
muertos y 4000 heridos es una carnicería excesiva. Obama le ha pedido a la
junta militar egipcia el ejercicio de dos virtudes ajenas a la cultura y la
tradición del país: tolerancia y moderación. Pese a que el presidente
estadounidense también dijo que su país no podía ni quería decirles a los
egipcios cómo debían conducir sus asuntos internos, eso, precisamente, fue lo
que hizo. Solicitó elecciones libres y un poder limitado por la ley.
Francamente,
me parece muy difícil que lo complazcan.
Estados
Unidos, no cabe duda, ha sido la nación más exitosa del planeta a lo largo del
siglo XX y en lo que va de nuestra centuria. El experimento republicano de las
trece colonias, que a fines del siglo XVIII parecía condenado a fracasar, dio
lugar a un país asombrosamente rico y fuerte que hoy es la única superpotencia
de la tierra. Sin embargo, ese fenómeno, aunque es voluntariamente imitable, no
se puede inducir desde el exterior.
Al
contrario de lo que sucedía en el país de Washington y Jefferson, el núcleo de
tensión que prevalece entre los árabes islamistas no consiste en limitar la
autoridad del gobierno, proteger los derechos individuales y crear unas
relaciones de poder basadas en la meritocracia y la igualdad ante la ley (para
lo cual son fundamentales la tolerancia y la moderación), como estableció
Estados Unidos cuando se separó de Inglaterra.
El
conflicto en el mundillo árabe es de otra naturaleza: dirimir por la fuerza el
mortal enfrentamiento entre dictaduras militares seculares, generalmente
antioccidentales, que se consideran progresistas, aunque progresen poco, y los
partidarios de un modelo teocrático opresivo que defienden la creación de un
Estado islámico regido por la sharía o ley fundada en el Corán, cuyo principal
objetivo, desgraciadamente, es destruir al Estado de Israel y luchar contra los
infieles, ya sean cristianos coptos o libaneses maronitas.
Es, en fin,
una bronca a cuchillo entre militares laicos, broncos, feroces y autoritarios,
provistos de ideas políticas nacionalistas teñidas por supersticiones
socialistas, y religiosos imbuidos de creencias fantásticas comprometidos con
Alá para someter al género humano a la autoridad del Corán.
Para el
resto del mundo, por lo tanto, generalmente no se trata de escoger entre
demócratas liberales y fundamentalistas religiosos (eso sería demasiado fácil),
sino entre militares despóticos, usualmente corruptos y asesinos, y
fundamentalistas religiosos, casi siempre agresivos y peligrosos, lo que suele
conducirlos a mataderos en los que ellos son víctimas o victimarios en nombre
de la verdad definitiva revelada a Mahoma en el desierto.
En Washington
no se entiende esta fatal disyuntiva. Muchos políticos y funcionarios padecen
de etnocentrismo. Piensan que todos los países pueden y deben crear un modelo
de Estado presidido por la libertad individual, servido por un gobierno
controlado por la constitución y limitado por los equilibrios y contrapesos.
En
realidad, esa fórmula es extraordinaria, pero, para que funcione, previamente
tiene que existir una sociedad (o al menos una élite dirigente) dispuesta a
practicar la tolerancia, definida como la decisión de convivir pacíficamente
con todo aquello que no nos gusta, a colocarse bajo la autoridad de la ley, a
admitir que nuestras verdades y convicciones no son únicas e infalibles, y a
ejercitar la cordialidad cívica con un adversario al que no hay que amar, pero
que merece nuestro respeto.
En las
sociedades árabes esos factores son excepcionales. Hay individuos que poseen
ese perfil, y hasta se agrupan en pequeñas instituciones que proclaman estas
reglas de juego. He conocido liberales marroquíes, sirios, libaneses y
tunecinos, lo que me hace pensar
que también debe haberlos en Egipto y en el
resto de la geografía árabe, pero carecen de peso específico para hacer girar a
sus países en la dirección que el 4 de julio de 1776 los norteamericanos adoptaron
en Filadelfia.
Mientras no
ocurra ese cambio de valores, es una ingenuidad tratar de escoger entre
gobernantes árabes “buenos” y “malos”. La alternativa es mucho más agónica.
© Firmas Press
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